martes, 4 de enero de 2011

"Interés del hombre del bicentenario" por Pablo Cárdenas 4ºA Colegio Piamarta




A través de 200 años de historia hemos visto el desarrollo de nuestro país, hemos visto que, a paso lento pero firme, Chile surge. Pero a mi parecer, en este bicentenario más que la evolución de las tecnologías, en el aire podemos palpar la gran involución de nuestra capacidad de sentir. Muchos, fríos y calculadores, de apariencia humana pero con el interior de una máquina, cambiaron el verde de los árboles por el verde de los billetes, preferimos ver el arcoiris a través de pantallas digitales en múltiples dimensiones a muy alta definición y aun así en esta fantasía pretendemos encontrar la olla de oro que está al final. Y en el momento en que creemos tenerlo en nuestras manos nos damos cuenta de que no es más que eso, oro.


“¿Qué puedo hacer con este oro?, con semejante cantidad debería poder comprar algo de valor, ¿algo de cariño?, ¿el amor de una mujer?, ¿amistad o respeto?, quizás”.

“Tal vez lo puedo regalar, ¡ya sé! Tal vez pueda cambiarlo por una olla de felicidad, y repartirla”.

Sin embargo, ¿cuándo fue la última vez que te detuviste a decir “Te amo”?, ¿un “Te quiero”, quizás? Un regalo tan hermoso, tan barato, pero a la vez tan poco valorado por aquellos que pertenecemos a este tiempo.

Más de alguna vez necesitaste de alguna palabra de aquellas, o a lo mejor un gesto que se le parezca, pero simplemente no le otorgamos la importancia o el valor necesario como para entregárnoslo unos a otros.

Así, mientras caminamos por las calles del Gran Santiago en vísperas del bicentenario, junto a banderas gigantes y locales teñidos de rojo, blanco, azul y estrellas por doquier, se puede observar una gran variedad de personas que se empeñan en encontrar la olla de oro, cada uno sumergido, inmerso en su propio mundo, cada uno a su manera. Sin embargo, hay algo que pareciera unir a la mayoría o inclusive a todos por igual, y es el hecho de que llevan prisa. Todos parecieran llevar un gran apuro, tener un lugar muy importante al cual deben llegar sin retraso, apartando del camino cualquier obstáculo que se pueda presentar sin tan siquiera detenerse a darle una mirada. -“¿Sr. tiene una mon…” – “¡No!”-.

Caminas, avanzas, corres, se hace tarde, empujas, chocas, sin tener la intención invocas a desesperación, que siempre viene acompañada de estrés, pareja inseparable. Te pasas la luz roja sin pensar en más que en la importancia de llegar a tu destino, arriesgaste tu vida por una ventaja de 10 segundos que perdiste en el semáforo siguiente y no puedes hacer nada mejor que mirar con desprecio e indignación al maniquí de la vitrina del frente que no tiene la culpa de nada. Llegaste, lo has logrado y sientes un gran alivio, pero… ¿por qué?

Así, de esta manera alcanzamos cada uno, aquel lugar que con tanto ímpetu, determinación y afán por alguna razón necesitamos, o quizás simplemente creemos necesitar.

Tal cual, a lo largo de nuestras vidas, realizamos esta acción, una y otra y otra y otra vez, intachables,  perfectos y a cualquier costo. “No llego a la hora si llego a la hora, debo llegar 10 minutos antes de la hora para estar a la hora”.

Pero, tomando en cuenta cuán frágiles son nuestras vidas ¿realmente vale más la pena llegar a nuestros destinos unos minutos antes que tomarnos unos minutos más para despedirnos de nuestros seres amados? ¿Qué es de tanta importancia que salimos en tal apuro interminable?

Sólo Dios sabe si vuelvo esta noche a casa, pero sólo yo sé si habrá algo de lo que me arrepienta en mi último suspiro. ¿Lo sabes tú?

En pro del progreso, los mismos que caminaban por las calles de Santiago ahora se encierran en computadoras, trabajan, calculan ecuaciones de éxito económico infinito y la acumulación exponencial de papeles verdes y vacíos en nuestros bolsillos, somos poseídos por todo aquello que creemos poseer y dejamos de vivir paso a paso, día tras día, para hacerlo planilla tras planilla, factura tras factura.

Y la verdad, es que, como decía el principito, a los humanos lo que más le importan son los números, por ejemplo, cuántos años tienes, cuántos hermanos, cuántos ceros en tu cuenta bancaria, etcétera, y solo entonces creen conocerte muy bien, casi a la perfección, y sin embargo nadie es capaz de detenerse a pensar en cosas de tan monumental importancia como cuál es tu color favorito, o cuál es la flor que más te gusta.

Pasamos nuestro tiempo fuera de casa, trabajo, trabajo, más y más trabajo.

“No importa si paso poco tiempo en mi hogar si puedo llevar dinero a casa”.

“No pude regalar un beso y un abrazo a mi hijo en esta navidad pero al viejo barbón le encargué dejarle un videojuego bajo el árbol”.

Para seguir haciendo crecer al país y su poder monetario, trabajamos incesantes, incansables, sin principio ni final, y este mundo de tecnologías y ciencias exactas va tan rápido que somos incapaces de levantar la cabeza de aquella espesa nube de humo, aquella nube llamada ambición, y darnos cuenta de que mañana será otro día, otro día igual.

Aparentemente somos incapaces de conformarnos, incapaces de darnos cuenta de que lo tenemos todo, y cuando creemos tenerlo todo somos incapaces de entender que no tenemos nada en realidad.

Pareciera que nos regalan problemas, para luego vendernos la solución, y es que al final del día, de todas tus necesidades ¿cuáles son realmente necesarias?, ¿qué es realmente importante?, ¿hay algo que sea de tal trascendencia que no se nos permita mirar hacia al lado, a aquel millar de semejantes que se cruzan en el camino cada día?

Nuestra ambición, codicia, hambre de “progreso” y sed de “desarrollo” nos llevan cada vez más lejos, pero, ¿lejos de qué?

Construimos edificios cada vez más grandes, celebrando nuestra majestuosidad, edificando rascacielos, esperando alcanzar a Dios, inclusive jugando a ser Él.

Ostentamos, sin control de nuestras propias acciones, gastando el dinero que a veces ni siquiera tenemos, nos perseguimos las colas incesantes y sin sentido cuales cachorros nuevos. Sin esperarlo, esperamos el momento de estrellarnos en la realidad de que es demasiado tarde para dar pie atrás.

Alcanzamos la luz al final del túnel, y comenzamos a mirar hacia atrás, preguntándonos si lo hemos hecho bien, o si algo de todo el camino recorrido realmente valió la pena y nos damos cuenta que al final del arcoiris no había más que oro.

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